“Que Dios os bendiga y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América”. De este modo finalizaba Barak Obama su discurso de investidura como presidente del que, aún hoy, se considera el país más poderoso del mundo. Lo hacía en un discurso que duró 19 minutos milimétricamente estudiados y que no sólo se dirigió a los americanos, sino que contuvo guiños para el resto del planeta, siendo consciente de que aquel evento sería seguido por más de 200 millones de espectadores gracias a los satélites de comunicación y, por supuesto, a internet.
Es evidente que la llegada de Obama a la presidencia de los EE.UU era una noticia de interés en sí misma. Por primera vez en la Historia, una persona de raza negra llegaba a la Casa Blanca, un acontecimiento impensable hace tan sólo unos años en la tierra en la que se inspiró la abolicionista Harriet Beecher Stowe para contar la crueldad de la esclavitud en su conocida novela La Cabaña del Tío Tom. Sin embargo, Obama era más que una noticia. El nuevo presidente había conseguido convertirse en un fenómeno de masas debido a su poder mediático, a su capacidad de lanzar un mensaje de esperanza al electorado. La gente comenzó a creer que otro mundo es posible.
El mensaje de Obama fue ilusionante, no cabe duda. Y a nadie se le escapa que tenía muchos atractivos para el votante. Pero no hubiera servido de nada de no haber sido capaz de llegar al receptor, si no hubiera sido capaz de comunicar. El presidente estadounidense apostó desde el primer momento por el poder que podían ofrecerle los medios de comunicación para llegar a los ciudadanos. Y, además, logró poner de manifiesto que internet había revolucionado el papel que podían jugar los ciudadanos en la democracia. Desde entonces, el uso del 2.0 es una de las herramientas que más se ha extendido entre los los representantes políticos de todo el mundo, incluidos los candidatos a las elecciones celebradas ahora en España. Claro que, poco o nada tiene en común un votante americano y otro español. Aunque si hay un fenómeno que representa el poder de convocatoria de las nuevas redes sociales, éste ha sido el del denominado Movimiento 15-M.
El caso de Barak Obama nos permite reflexionar una vez más sobre lo que Burke definió ya en el siglo XVIII como el cuarto poder. Y es que la relación entre periodismo y poder no es un tema de debate exclusivo de nuestro tiempo. Muy al contrario, ha sido una cuestión que ha interesado desde siempre. En concreto, la prensa escrita llega a España en 1661 con la edición de laGazeta de Madrid, aunque no será hasta el siglo XIX cuando se produce una verdadera explosión de títulos por todo el territorio nacional. Los intentos por crear un periódico en el siglo XVIII fracasarían ante las restricciones impuestas por los Borbones en España1. Ya entonces, la monarquía vislumbró el poder del papel impreso, por lo que decidió limitarlo y, en la medida de lo posible, controlarlo.El verdadero desarrollo informativo en nuestro país tuvo lugar durante la Guerra de la Independencia. Durante el conflicto, los bandos enfrentados se percataron de que no sólo había que luchar con las armas, sino también a través de la palabra, al abrigo de la Constitución de Cádiz de 1812, un texto muy avanzado para la época que decretaba la libertad de expresión y la libertad de prensa e Imprenta2. Es decir, la Pepa reguló la práctica periodística, de ahí que sea lógico dotar de un papel protagonista a los profesionales de los medios de comunicación en la programación diseñada con motivo del Bicentenario de las Cortes de Cádiz del próximo año 2012. Porque fue entonces cuando nació el periodismo moderno tal y como lo entendemos hoy.
Según la Constitución de Cádiz, la libertad de prensa estaba por encima de cualquier presión. Toda una declaración de principios para aquella sociedad decimonónica que acababa de estar regida por el despotismo ilustrado, cuya máxima más repetida fue “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Aún así, es cierto que esta Constitución estuvo poco tiempo vigente, pues con el regreso al trono de Fernando VII se prohíbe cualquier publicación no oficial a partir de 18153. Sin embargo, con La Pepa se sentaron las bases del constitucionalismo posterior en España y el resto de Europa.A partir de aquí, el convulso siglo XIX en la Historia de España trajo consigo un ir y venir de nuevas normativas en materia de prensa que influirían de forma directa en el desarrollo del periodismo. De este modo, el incremento del número de publicaciones solía coincidir con los momentos en los que se permitía la libertad de prensa, mientras que se asistía a una reducción drástica de títulos cuando se imponían trabas de algún tipo. Por tanto, una vez más, periodismo y gobierno iban de la mano, para bien o para mal. A veces, incluso, el poder se mostraba abierto a la libertad de expresión, pero cuando recibía críticas, cambiaba su actitud. Le ocurrió, por ejemplo, a Espartero, que ocupó la Regencia de María Cristina en 1840 tras convertirse en héroe nacional al vencer en la Guerra Carlista. En un principio, el general mostró una gran tolerancia con la prensa, pero la apertura le duró poco. Dos años después prohibiría las hojas volantes y después impuso restricciones en otros campos4.
En cierto modo, el periodismo que se hacía entonces poco o nada tiene que ver con el actual. En aquel periodo, la división entre información y opinión no estaba tan definida, especialmente en la numerosa prensa política, donde periodistas y representantes públicos entendían que si se sacaba a la calle una cabecera era para defender una ideología concreta. Este tipo de prensa se cultivó durante la Restauración (1874 – 1923), cuando el sistema de turno ideado por Cánovas del Castillo entre conservadores y liberales provocó un tremendo crecimiento periodístico. Hasta el punto de que la Restauración está considerada la Edad de Oro de la Prensa Española. Y es que el periodismo fue un instrumento más para perpetuar el bipartidismo en el gobierno5.
El cambio se irá produciendo a medida que avance el siglo XX, cuando la política deja paso a otras formas de financiación de los periódicos, principalmente la publicidad. Es cierto que ya aparecían anuncios en la prensa decimonónica, pero no será hasta después de la I Guerra Mundial6 cuando la propaganda permite que un periódico dejara de ser deficitario7. Las entidades de tipo económico se configuran entonces como factores de presión en la línea editorial del medio al que sustentan. Los periódicos ya no priorizaban la rentabilidad política o electoral, sino que necesitaban beneficios económicos como cualquier otra empresa. Eran los inicios de la prensa de masas, donde comienza a predominar la información sobre la opinión8. Surgen así los grandes diarios sostenidos por entidades sólidas, de grandes tiradas9 y con una mayor paginación –de 4 páginas se pasa entonces a 8, 12 o 1610. Aún así, este fenómeno no alcanzó su máxima expresión en España hasta la Segunda República.Sea como fuera, lo más relevante es que la prensa de masas sustituía un poder –el político- por otro –el económico. Fue un punto de inflexión sin vuelta atrás que hoy contemplamos de forma exacerbada en el panorama periodístico mundial.
Sin embargo, lo más grave que puede sucederle al ejercicio de la profesión de periodista es la falta de libertad. Así ha quedado demostrado durante los gobiernos dictatoriales del siglo XX en España. Primero, en los años veinte, Primo de Rivera suspendía las garantías constitucionales, incluida la libertad de prensa11, e instauraba la censura previa12 para evitar toda crítica al gobierno13. La consecuencia fue una significativa reducción del número de periódicos en España, al menos hasta 192714.Lo único positivo de la Dictadura de Primo fue la progresiva profesionalización del periodismo debido al desarrollo de los mass media y el nacimiento de una nueva prensa especializada más acorde con los felices años veinte. La consecuencia de ello fue la mejora del estatus del periodista, que deja de considerarse una actividad para bohemios15. Entre otras medidas, el Gobierno establece en 1924 el descanso dominical, dando lugar a la Hoja de los Lunes16, primero dependiente de las Diputaciones Provinciales y, a partir de 1930, de las Asociaciones de la Prensa de cada provincia. En 1924 también se instauró la obligación de expedir carnés a los periodistas17 (ver fotografía), mientras que en 1927 se funda la Agrupación Profesional de Periodistas. Por último, los primeros estudios de periodismo en nuestro país también comienzan a impartirse en la Dictadura primorriverista, con la Escuela de Periodismo de El Debate18.Este ciclo finalizaba con la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931, un nuevo sistema que fue acogido por la prensa “con esperanza ilusionada”19. Sin embargo, la etapa republicana no estuvo exenta de problemas para los periodistas, puesto que, aunque la Constitución de 1931 suprimía de la censura previa20, el gobierno puso límites al ejercicio periodístico a través de la Ley de Defensa de la República, ideada para evitar cualquier amenaza contra el régimen21. Esta ley estuvo vigente hasta 1933, cuando se sustituye por la Ley de Orden Público, mientras que un año después se establece la censura, no eliminada hasta 1936 con motivo de la campaña electoral22.
Pero, sin lugar a dudas, el mayor sesgo vivido por la prensa española se produce a raíz del levantamiento militar del 18 de julio de 1936 que provocaría la guerra civil23. Durante los tres años que dura el conflicto, el ejercicio del periodismo dejaba a un lado su función social para convertirse en una herramienta más de propaganda de los bandos en rivalidad24. En las dos zonas enfrentadas se instauró la censura25 y se incautaron o reconvirtieron periódicos26. La prensa de todo el país se llenó entonces de titulares tendenciosos e irreales, que intentaban minar el estado de ánimo del enemigo. Así lo podemos comprobar en la portada de este ejemplar de julio de 1937 del diario Odiel (Huelva, 1935-1983). Odiel era ideológicamente afín al bando sublevado (posteriormente perteneció a la Cadena de Prensa del Movimiento), por lo que exaltaba las victorias nacionales y ridiculizaba la actuación de los republicanos en la guerra. Todo un ejemplo de lo que no se debe hacer en periodismo.Es la prueba de que durante la guerra, el bando de Franco puso en marcha una auténtica parafernalia comunicativa que se consolidaría a lo largo de la dictadura. En este caso, el poder utilizaba a los medios de comunicación para legitimar un Régimen que había surgido de un levantamiento militar, es decir, que no había sido elegido de forma democrática en las urnas.
Era el preludio de lo que iba a suceder en materia de prensa en la larga Dictadura franquista. Sin ir más lejos, una de las primeras actuaciones del nuevo gobierno fue el envío de una circular a los directores de periódicos en la que se declaraba que la prensa era una institución más al servicio del Estado27. Además, quedaba limitado la fundación de nuevos periódicos y el Gobierno se reservaba el control de la contratación del personal de prensa, especialmente a los directores de medios. En este aspecto, una de las medidas de mayor repercusión fue la creación del Registro de Periodistas28, en el que se inscribirían “exclusivamente, los que llevaran más de un año en el ejercicio –remunerado- de la profesión o la ejercían antes de que comenzara la Guerra”29. Eran disposiciones reguladas por la nueva Ley de Prensa, promulgada el 22 abril de 1938 con carácter transitorio, aunque se mantuvo hasta 1966. Desde su artículo 1, la ley establecía que correspondía al gobierno la “organización, vigilancia y control de la institución nacional de la prensa”30. Este estatuto fue uno de los más totalitarios del Franquismo31.
La censura, las consignas y el control de las fuentes de información (agencias) provocaron la pérdida de credibilidad de la prensa y la uniformidad del contenido de las publicaciones: la mayoría de las noticias se refería a celebraciones religiosas, discursos de falangistas o visitas de Franco32. Con todo, la prensa española regresó hasta “una posición similar a la de 1892”33.Para encontrar algún atisbo de recuperación habría que esperar al boom económico de los sesenta, que vino acompañado de “un cambio de mentalidad de los ciudadanos”34 y de la promulgación de una nueva Ley de Prensa el 15 de mayo de 1966. La normativa reconocía desde su preámbulo las libertades fundamentales de expresión, de empresa y de designación de director, al tiempo que se suprimían la censura previa, las consignas y el sistema de responsabilidades. Sin embargo, en la misma formulación de esas libertades también había restricciones, por lo que continuaba siendo una ley franquista. Era un avance, pero con límites. Aún así, su emisión permitió la revitalización del periodismo con la aparición de nuevos títulos –aunque ninguno opositor del Régimen35– y el crecimiento del número de lectores.
Fue el preludio de la Transición Democrática, un proceso difícil donde “se colocan las bases de un nuevo Estado”36. En esta etapa, las diferentes formaciones políticas apostaron por el consenso37, un acuerdo que se transmitió a la prensa escrita38. Eso sí, muy pronto se vio que este espíritu de pacto no era tal.Tras la aprobación de la Constitución, la desilusión se instauró en una sociedad española aquejada por el paro y el terrorismo, como mostraban las portadas de los diarios. Ante esta situación, periódicos y revistas se llenaron de artículos críticos hacia las deficiencias del sistema democrático español, haciendo culpable de este panorama a Adolfo Suárez, sobre todo, durante el gobierno de la UCD. Este clima de desencanto quedó aparcado tras el Golpe de Estado del 23-F39, en cuyo fracaso tuvieron una relevante función los medios de comunicación de todo el país.Estos episodios son un ejemplo más de la interrelación que existe entre periodismo y poder. Sin ir más lejos, Adolfo Suárez se vio obligado a presentar su dimisión tras las críticas constantes de la prensa. En esta ocasión, los periodistas llegaron a ejercer tanta presión sobre el poder que acabaron con él. Se confirma así una realidad que tiene en el ‘caso Watergate’ uno de sus mayores paradigmas, pues entonces el republicano Richard Nixon también se vio obligado a dimitir en plena campaña presidencial tras las denuncias publicadas en el Washintong Post por los redactores Bob Woodward y Carl Bernstein.
Es decir, no sólo el poder ejerce presiones hacia los medios de comunicación, sino que también el periodista actúa como parte y juez de los artífices del poder. Al menos así ocurre en un sistema democrático.Y, de hecho, lejos de cualquier otra consideración, fue en la Transición cuando se sentaron las bases de la democracia actual en España. Se hacía a través de la Constitución de 197840. El texto constitucional decretaba en su artículo 20 el derecho a la libertad de expresión41, “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”42. Tan sólo quedaban limitadas las agresiones al derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen, la juventud y a la infancia43. Además, por primera vez, se hablaba de la cláusula de conciencia44 y el secreto profesional45 en el ejercicio de las labores informativas.Nacía, de este modo, una nueva era para el periodismo.
Es cierto que desde entonces hasta ahora ha llovido mucho (varios gobiernos, fundación y desaparición de numerosas cabeceras, la irrupción de internet o la entrada en nuevo siglo). Pero, lo que no ha cambiado, es que la relación entre el periodismo y el poder –sea político o económico- sigue siendo un tema de debate de interés. En este aspecto, la historia nos demuestra que uno y otro están llamados a entenderse y a respetarse. La sociedad actual no puede permitirse ningún desequilibrio. Y ha quedado claro que esta interrelación sólo puede garantizarse dentro de las reglas que marca el juego democrático. Ni periodistas, ni políticos, ni economistas, ni empresarios podemos olvidarlo. Todos debemos trabajar unidos para alimentar lo que tanto nos ha costado lograr.Porque sólo en democracia puede mantenerse ese equilibrio tan necesario entre poder y periodismo. Sólo así lograremos una sociedad cada vez más fuerte y desarrollada. Los poderes deben comprometerse para dejar hacer al periodista lo que mejor sabe: informar. Y, por supuesto, los periodistas también tenemos una enorme responsabilidad: ejercer nuestra profesión en el marco de la ética profesional y siendo conscientes de la función social que juegan los medios de comunicación.
No duden que, con ese equilibrio, ganaremos todos.La sociedad estará cada vez más y mejor informada, mientras que el poder y el periodismo alcanzarán las cotas de credibilidad deseadas.No es fácil, pero tampoco imposible. Si colaboramos todos lograremos alzar nuestra voz para reafirmar que el periodismo está más vivo que nunca. Que a pesar de los problemas que lo acechan, los medios siguen siendo vitales en la sociedad actual.En fin, podremos hacer nuestra la frase que hizo famosa Barack Obama durante su campaña: Yes, We can. Sí, nosotros también podemos.
Artículo elaborado por María de la Paz Díaz Domínguez, miembro de la Asociación de la Prensa de Huelva
Información bibliográfica
1 Seoane, M. C.: Historia del periodismo en España 2. El siglo XIX. Alianza Universidad Textos. Madrid, 1992, p. 19.
2 El artículo decía: “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna”, en Fuentes, J. F. y Fernández Sebastián, J.: Historia del Periodismo Español. Editorial Síntesis, Madrid, 1997, p. 70.
3 “Se prohibieron toda clase de periódicos, con la ya clásica excepción de la Gaceta y el Diario de Madrid“, según Seoane, M.C.:, op. cit., pp. 83 – 84.
4 Comellas, J. L. y Suárez, L.: Historia de los españoles. Editorial Ariel, Barcelona, 2003, pp. 228 – 229.
5 Almuiña, C.: “Los gobernadores y el control de la prensa decimonónica” en Tuñón de Lara, M. (dtor.): La prensa de los siglos XIX y XX. Metodología, ideología e información. Aspectos económicos y tecnológicos. Universidad del País Vasco. Bilbao, 1986, p.173.
6 VV.AA.: Historia de España. Alfonso XIII y la Segunda República (1898 – 1936). Tomo 12. Editorial Gredos, Madrid, 1991, p. 386 – 387.
7 Timoteo Álvare