Uno de los grandes
Por Eduardo San Martín
Director de Periodistas
Tuve la oportunidad de trabajar muy cerca de Javier Pradera durante la edad de oro de El País, pero también en el trascurso del año y pico de plomo de El Globo, para cuyo semanario rescaté sus perspicaces análisis políticos después de que él mismo se autoexcluyera del equipo de editorialistas del periódico en respuesta al injusto escarnio público al que la propia publicación le sometió por estampar su firma en un manifiesto a favor del sí en el referéndum sobre la OTAN de 1985. Conviene que esas peripecias amargas también se recuerden, sobre todo ahora que el incienso difumina los perfiles de una convivencia que no siempre fue fácil y que él mismo contempló en muchas ocasiones con el espíritu crítico que imprimía a todo lo que emprendía. Ello, desde luego, sin menoscabo de una lealtad hacia la empresa a la que dedicó casi la mitad de una vida intensa y apasionada en defensa de los valores en los que creía. Lo que le valió, y esto también conviene recordarlo ahora, el insulto, la injuria, y la envidia insana y repugnante de lo más soez de entre sus muchos enemigos ideológicos.
De mi experiencia junto él, destacaré una cualidad que define a los grandes intelectuales: su disposición a escuchar y a incorporar a las suyas las reflexiones de sus interlocutores, por muy amplia que fuera la brecha de conocimientos y de experiencias que les separara. Cuando le conocí, en la redacción fundacional de El País, él era ya un curtido editor que había puesto en órbita nada menos que la legendaria Alianza Editorial y arrastraba consigo una admirable biografía de militante antifranquista fraguada en los momentos más difíciles y arriesgados de la dictadura, y yo era un periodista casi imberbe con poco más de un lustro de experiencia profesional. Nunca permitió que me sintiera intimidado por esa distancia sideral.
Con los años, ambos trabajamos muy estrechamente en el equipo editorial del periódico y lo que comenzó como una colaboración tan asimétrica como he intentado describir concluyó en una amistad franca y en un afecto recíproco a prueba de las circunstancia profesionales que terminaron por alejarnos físicamente. Nunca olvidaré sus enseñanzas, su receptividad, su impermeabilidad al halago, su reconfortante sentido del humor y su sabiduría templada y refractaria a la ostentación.
Hasta siempre, Javier.
El maestro, el amigo
Joaquín Estefanía
Director de la Escuela de Periodismo de El País
Javier Pradera hubo de vivir bajo el síndrome de un acontecimiento del que era difícil que hablase: su padre y su abuelo, con un día de diferencia, fueron asesinados en San Sebastián, en 1936, por grupos incontrolados del bando republicano. Por ello tuvo más valor la apuesta que hizo de pasarse al bando de los vencidos de la Guerra Civil y convertirse en uno de los grandes pensadores de la transición democrática en España. Hizo suya la idea que expresa Santos Juliá en sus textos: para derribar la barrera divisoria entre vencedores y vencidos, para reconstruir la mínima comunidad moral en que consiste cualquier Estado democrático era preciso que gentes procedentes de los dos lados de la barrera estableciesen una corriente en ambas direcciones para sentarse en torno a una mesa, hablar, negociar y llegar a algún acuerdo sobre el futuro. Esto ocurrió en España con los encuentros de hijos de vencedores y vencidos en las universidades desde mediados de los años cincuenta, con la política de reconciliación aprobada por el Partido Comunista en junio de 1956, con el Coloquio de Múnich de 1962, con la reunión de las comisiones obreras y de movimientos ciudadanos en locales facilitados por parroquias y conventos, con las iniciativas de diálogo y colaboración entre comunistas y católicos en los años sesenta y en las Juntas Democráticas. “En todos ellos”, escribe el historiador, “se trataba de mirar el futuro sin dejarse atrapar por la sangre derramada en el pasado, de hablar por eso un lenguaje de democracia que daba por clausurada la Guerra Civil o, para decirlo como entonces se decía, que consideraba la Guerra Civil como pasado, como historia, no como algo presente que pudiera determinar el futuro”.
Esta fue la principal idea-fuerza que representa la vida pública de Pradera: su compromiso militante como intelectual (primero desde las filas del Partido Comunista, que abandonó en los años cincuenta cuando la expulsión de sus amigos y camaradas Jorge Semprún y Fernando Claudín, y luego desde la cercanía crítica al socialismo de Felipe González); como editor en casas de libros como el Fondo de Cultura Económica y Alianza (donde fue uno de los precursores del libro de bolsillo); como uno de los constructores centrales de la línea editorial de EL PAÍS desde que nació este periódico, y en sus columnas y tribunas de opinión; y como agitador cultural codirigiendo la revistaClaves de Razón Práctica. En cada uno de estos aspectos, Pradera tuvo un rol central, y el conjunto de todos ellos muestra su significación en el mundo de las ideas, la política y la cultura española en las últimas décadas.
Una de las últimas cosas que creí haber aprendido de Javier Pradera -de las muchas que me enseñó- es a no escribir necrológicas en primera persona (porque hablar de la persona desaparecida sobrevalora al que la escribe). La lección no ha sido provechosa puesto que en estos momentos no puedo reprimir la necesidad de escribir sobre su faceta más privada desde la admiración moral a su persona. Existen otras dos variantes en su existencia mucho menos reconocidas por quienes no han pertenecido a su círculo más cercano. La primera, la de maestro indiscutible de una generación de intelectuales de casi todas las ciencias sociales, politólogos, economistas, sociólogos, juristas,… Sería casi imposible adjuntar los nombres de todos aquellos que se han sentido concernidos por su ansia de conocimiento, por su paraguas protector, sus discusiones interminables, sus ansias de aprender y de explicar, animados de forma exhaustiva para que divulgasen sus investigaciones y publicasen sus tesis. Su influencia ha sido seminal en ellos. Ha sido el mejor de todos.
La segunda, la de amigo de sus amigos: generoso hasta el límite, dispuesto a compartirlos, que se identificasen como tales en su amistad y complicidad y por tanto en el resultado de sus experiencias, su sabiduría y sus afectos, sin reservas mentales. Este verano, ya enfermo, viajó a Biriatú, pueblecito vasco-francés emplazado a orillas del Bidasoa (en que el Jorge Semprún quería ser enterrado, envuelto en la bandera republicana, y al que había sido transterrado Unamuno), para preparar el homenaje que merecía su amigo de correrías políticas, al que tanto quería, y que se celebrará el próximo sábado día 26. Pradera ya no podrá participar en un acto que se había esmerado en organizar, para reparar en parte el ninguneo al que la clase política y la sociedad civil española había sometido a un ciudadano universal como Semprún.
Javier Pradera ha muerto trabajando hasta el último momento. Dejó dicho que “quería vivir pero no durar”. Dictó a su mujer sus últimas dos columnas a EL PAÍS, dado que no le quedaban fuerzas para ponerse al ordenador, dejó terciada la lectura de un libro sobre la Guerra Civil (Palabras como puños) con el que se confrontaba línea a línea en un esfuerzo de concentración impresionante, trataba ansiosamente de comprender la crisis del euro y el papel de la prima de riesgo en las dificultades de nuestro país y, sobre todo, analizaba con minuciosidad la campaña electoral, la única de la democracia que por su enfermedad no pudo seguir directamente (y en la que no pudo votar). Y dejó algunas páginas de unas memorias que se le resistieron en los últimos años de su vida -porque como buen editor siempre prefería leer a otros que escribir sobre sí mismo- cuyo contenido sólo conoce su mujer, Natalia Rodríguez Salmones, sin cuyo amor, complicidad y compañerismo es casi imposible entender la figura de Javier Pradera.
La última alegría de Javier Pradera
Inmaculada G. Mardones
Periodista, ha trabajado durante 27 años en El País
Si a tu lado pasaba un hombre alto y desgarbado que se acercaba sigilosamente a la mesa de un compañero o frente a la tuya propia, acertabas el tema del editorial del día siguiente en El País. Javier Pradera nunca escribía editoriales o artículos a vuela pluma o de oídas. Se documentaba como nadie. Su solidez y rigor intelectual le conducían hacia las fuentes directas o los periodistas familiarizados con los asuntos sobre los que luego escribiría. En el bolsillo llevaba siempre un cuaderno de apuntes. Y cuando se rencontraba con algún conocido le sondeaba discretamente sobre las novedades de su actividad para acumularlas a su enciclopédica sabiduría. Antes de escribir, escuchaba a otros, intentaba comprenderlos.
Su compromiso con los lectores en la interpretación rigurosa de la actualidad no encuentra iguales en el periodismo actual. Un compromiso extremo con la democracia y la argumentación respetuosa frente al adversario, sin descalificaciones. El mismo día de su muerte –un 20 de noviembre con elecciones generales históricas-, el periódico, donde incansablemente editorializó y selló sus señas de identidad, publicaba “Al borde del abismo”, su premonitorio y último artículo.
Javier Pradera deja profundamente huérfanos a El País y al periodismo riguroso y honesto de España. Y a los vascos con una pena muy honda por el final de su honorable y luminosa trayectoria. Por mucho tiempo que viviera en Madrid, lejos de su San Sebastián y sus profundas raíces políticos-familiares, siempre mantuvo caliente su interés por el devenir político vasco y sus protagonistas. Y si a España la despidió al borde del abismo, se lleva una alegría póstuma; el adiós a las armas de la ETA.