The Newsroom puede ser una serie que fascine o que repela. Que fascine porque hace un periodismo ideal y que repela porque obvia la situación real de la profesión, como las presiones empresariales, políticas y económicas a las que se ven sometidos los periodistas, la precariedad laboral o las ofertas de trabajo sin remuneración. Pero una serie de televisión puede presentar un mundo irreal, al fin y al cabo es ficción.
La realidad es bien distinta, como sabemos, aunque todo periodista que se precie compartiría el entusiasmo de McAvoy. En la era de la revolución digital, el periodismo, los periodistas, afrontamos el desafío más trascendental de las últimas décadas. Este desafío se resume en una pregunta fundamental: cómo gestionar el acelerado cambio de modelo de negocio y de trabajo sin que sufra la calidad del periodismo, debilitada, además, a diario por el avance del entretenimiento y la dictadura de las audiencias, en cuyo nombre se vienen perpetrando en España atropellos a la intimidad y dignidad de las personas, en un descarado incumplimiento de las normas éticas y deontológicas que rigen nuestro oficio.
Los editores y directores de medios impresos ya reconocen abiertamente el error que cometieron en su día de colgar los contenidos en su versión digital, fácilmente seducidos por el veloz incremento de sus usuarios hasta alcanzar cantidades millonarias. Esperaban que ese interés se extendería hacia el papel de pago, por lo que crecerían sus ventas de periódicos y sus ingresos. Se equivocaron de plano, como empiezan a reconocer.
Atrás quedaron las críticas que se granjeó en Internet el periodista metido a guionista y productor de televisión David Simon (la serie The Wire es su éxito más renombrado) cuando instó a los principales editores de Estados Unidos, en un polémico artículo (Construyan el muro), a que empezaran a cobrar por sus contenidos en la red como único medio de salvar las redacciones, según relata Pedro de Alzaga en La Palabra escrita, editado por la Asociación de Periodistas de Aragón.
En este libro de entrevistas, imprescindible para saber el alcance de la transformación de la forma de hacer periodismo a que obliga la red, Simon señala que solo a los editores pudo ocurrírseles la “locura” de que podían regalar su producto en Internet y luego pretender cobrarlo en el periódico de papel. Sin pelos en la lengua, Simon recuerda que los ajustes en los medios estadounidense empezaron antes de que la red supusiera una amenaza: “A alguien en Wall Street se le ocurrió que podía hacerse más dinero publicando periódicos malos que publicando periódicos buenos, así que recortaron costes, redujeron las redacciones y cubrieron menos asuntos para tener más beneficios”.
Es una música que nos viene sonando en España en los últimos años, en la que se gestó una combinación que está resultando letal en términos de desaparición de medios y de destrucción de empleo. Un cóctel que mezcló las inversiones en proyectos que nacieron y murieron en un año (por ejemplo, varios canales de la TDT), la aparición de medios ligados al “ladrillo”, apagados luego con el estallido de la burbuja inmobiliaria, la crisis de modelo, el desplome de la publicidad (de 1.900 millones de euros en 2007 a una previsión de 803 en 2012 en la prensa escrita) y la imposibilidad de que las pérdidas de la publicidad destinada al papel pudieran compensarse con la colocada en el digital.
Desesperados, los editores deambularon en estos años sin rumbo y cedieron las soluciones a gestores implacables, la mayoría escasamente familiarizados con el sector de los medios, que pusieron manos a la obra recortando empleo, hablando de “cabecitas” y de “unidades de producción” que sobraban. La consecuencia: casi 8.000 puestos de trabajo perdidos en el sector periodístico desde noviembre de 2008 a hoy, según el Observatorio de la crisis de FAPE, creado en ese mes de hace cuatro años.
Nos encontramos ahora en el momento de los “arrepentimientos”, en el que toma razón de ser la propuesta que en su día hizo David Simon a los editores. El último en incorporarse a este grupo de “arrepentidos” ha sido el director de El Mundo. Pedro J. Ramírez lo admitió el pasado 25 de septiembre en la presentación en Londres del quiosco virtual de pago Orbyt: “Nos dejamos llevar por la fascinación de los millones de usuarios únicos que crecían exponencialmente” en las versiones digitales. El problema es que, subrayó, la incapacidad de rentabilizar el crecimiento on line con anunciantes ha convertido las cifras espectaculares de lectores en un “desastre potencial”.
De hecho el gran problema de los medios es que la publicidad on line, acaparada por los grandes agregadores, no logra cubrir la brecha con la publicidad en papel. Esta brecha es de 10 a uno, es decir, que por cada euro que entra por la vía digital, se pierden 10 en el papel. Y en algunos medios la diferencia es mayor. La solución que propone Ramírez al dilema de cobrar o no en la Red es, obviamente, cobrar, ofreciendo “periodismo de calidad al precio más barato posible”. Nada que objetar, pero, ¿con qué mimbres se hace ese tipo de periodismo?
La salida que buscan ahora los editores pasa por los dispositivos para leer los diarios, con las tabletas a la cabeza, pero el cambio hacia un modelo de pago para determinados contenidos -se supone que los de calidad, los de investigación, es decir, los de mayor valor para un potencial lector- sigue siendo lento, muy lento.
Hay que decirlo claramente: los editores no han apostado en los últimos cuatro años por el periodismo de calidad, aunque reiteren sin cansarse que ese es el futuro del sector. Los editores, con la connivencia de los directores, que han cedido su poder de influencia a los gerentes y/o gestores, han apostado solo por las reducciones drásticas de plantilla, una “solución” que no se compadece con sus afirmaciones de que el futuro está en el periodismo de calidad, y con una deriva hacia el más puro entretenimiento.
Uno de los efectos perniciosos de esta estrategia es que la salida de periodistas veteranos, con gran experiencia y excelentes fuentes, no viene acompañada del ingreso de savia joven y si lo hace es a cuentagotas y, salvo raras excepciones, en unas condiciones de trabajo humillantes en términos salariales y de derechos. ¿Qué periodismo de calidad puede hacer un periodista mal pagado, con horarios interminables y un contrato precario que deja siempre la puerta abierta al despido? ¿Cómo podrá resistir las presiones de las fuentes interesadas en dar informaciones sesgadas? Preguntas que merecen una seria reflexión.
El error es tan evidente que El País rescató a varios experimentados periodistas, cuya salida había incentivado por ahorro de costes, para que expurgaran, contrastaran y confirmaran el ingente material de las filtraciones de Wikileaks. Por cierto, ¿qué queda de las grandes loas a Assange por haber impulsado lo que se afirmaba era una nueva forma revolucionaria de hacer periodismo?
Yo no tengo ninguna duda de que el periodismo solo podrá sobrevivir y recuperarse si renueva las raíces que han alimentado su vigencia como elemento vital para el desarrollo de la convivencia y el debate cívico en democracia. Tampoco tengo ninguna duda de que los periodistas seguiremos siendo necesario para jerarquizar las noticias, confirmar su veracidad, contrastarlas y difundirlas bajo un paraguas ético y deontológico, como garantes que somos del derecho fundamental de los ciudadanos a recibir información libre y veraz.
Porque, y escuchen bien, señores editores, los usuarios no están dispuestos a pagar por algo que no tiene valor. La gente no va a pagar por el mal periodismo en esta era digital porque esa información de escaso valor ya la tiene en la red y en grandes cantidades. Pagarán por el contenido excepcional, exclusivo, con fuentes, adecuadamente verificado y correctamente escrito.
En la persecución de ese objetivo, es muy perjudicial que decenas de los mejores periodistas de este país estén dejando las redacciones. Ser un buen periodista requiere tiempo y formación. No se es un buen periodista por tener muchos seguidores en Twitter. Eso es muy fácil de conseguir. Ser un buen periodista es adivinar con una ojeada dónde está la noticia, atraparla, contrastarla, redactarla con independencia y rigor, escribirla con ritmo y atractivo, editarla en cualquier soporte y ofrecerla al lector para que éste extraiga sus propias conclusiones.
Confío en que las nuevas generaciones de periodistas estén a la altura de lo que se espera de un oficio que ha contribuido en España a construir una sociedad moderna, tolerante y solidaria. Los necesitamos en este momento de cambio profundo porque alguien tiene que ayudar a los usuarios a desenvolverse en la maraña confusa e interesada, y muchas veces manipulada, de noticias e información. Y ese alguien tiene que ser un periodista.
También necesitamos buenos editores, capaces de buscar ingresos complementarios a la publicidad que les permitan seguir invirtiendo en la creación de contenidos. Unos buenos editores que comprendan que los periodistas mal pagados y explotados, alejados de la ética por la presión de buscar la audiencia a toda costa, poco contribuirán al prestigio y credibilidad de su medio. Y mucho menos a su integridad e independencia.
Nemesio Rodríguez