Artículo de Rafael de Mendizábal Allende, abogado y magistrado emérito del Tribunal Constitucional, en el que analiza la función de la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología del Periodismo, de la que es vicepresidente
El Tribunal Constitucional ha calificado la libertad de expresión y el derecho a recibir y suministrar información veraz (art. 20 CE) como un “pilar de la democracia”. El otro, añado yo, tomando ejemplo de las columnas de Hércules de nuestro escudo, es el poder judicial, tan distinto aparentemente del periodismo y tan parecidos en la esencia de su función que quizá por eso ha sido considerada también “constitucional” (STC 76/1995). Por su trascendencia hoy quiero desvelar a quien me lea la existencia de una original institución que cuenta ya con más de un lustro de experiencia durante el cual ha creado silenciosamente un valioso cuerpo de doctrina. Se llama Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología del Periodismo, encuadrada en una Fundación homónima que a su vez está respaldada por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España. La idea matriz tuvo un autor conocido, don Antonio Fontán, que defendió numantinamente en la vorágine de una dictadura el diario Madrid hasta su voladura en 1973. Presidente del Senado en las primeras Cortes democráticas, humanista insigne, recibió merecidamente la merced regia del marquesado de Guadalcanal, hermosa palabra andaluza llevada al océano Pacífico que en la II Guerra Mundial sería flor de heroísmo.
Pues bien, la Comisión no es un órgano del Estado ni de las comunidades autónomas ni municipal, sino de la Sociedad. La dicotomía Sociedad / Estado, negada por los regímenes totalitarios desde que se implantó el primero en 1917, la Unión Soviética, es propia de los sistemas de concepción liberal y estructura democrática que nacieron a la historia en 1787 con la primera Constitución del mundo, todavía vigente, la de los Estados Unidos de América, cuya primera “enmienda”, cabecera del bill of rights o carta de derechos establece la más absoluta libertad de palabra y de prensa, prohibiendo legislar sobre ella porque la ley es por esencia regulación y en definitiva límite. Un diplomático español, Valentín de Foronda, vasco, vio claro su significado a principios del siglo XIX y así lo dejó escrito.
Todos los estudiantes de derecho, supimos en la Facultad que había personas jurídicas públicas, creadas ex lege y asociaciones particulares con un origen voluntario (art. 35 Cc). Pues bien, la FAPE, como las asociaciones de la prensa que la forman, se encuadran en este segundo grupo, una y otras creadas por ciudadanos para su amparo profesional y por tanto, en principio, sirviendo a un interés particular, aun cuando el interés público de la función que ejercen coloree vivamente su actividad. Pues bien, la función de la Comisión de que hablo consiste en la autocomposición interna de los conflictos surgidos en el ejercicio del derecho a suministrar información veraz entre quienes son carne de noticia y quienes la guisan y la sirven, ponderando -es decir, pesando o sopesando- ética o moralmente, tanto monta, la práctica profesional del periodismo. Para ello dispone de un Código Deontológico aprobado ad hoc por la Federación de Asociaciones de Periodistas, conjunto de reglas salidas de la propia entraña de los “chicos de la prensa” sin el carácter de cuerpo legal a pesar de su denominación equívoca. Precisamente por su propia naturaleza esta Comisión no impide ni coarta en ningún caso el acceso a la justicia o dicho en otras palabras, la “tutela judicial efectiva sin indefensión” (art 24 C.E) pero es un potente filtro para canalizar disfunciones evitando pleitos o querellas, un filtro asequible con facilidad, sencillo, sin formalismos, gratuito y rápido, con un beneficio indirecto para nuestros sobrecargados jueces y tribunales.
En consecuencia, no tiene poder o potestas y sólo aspira a obtener la auctoritas que le proporcione su actuación objetiva e imparcial. A tal fin, está formada mayoritariamente por periodistas veteranos, cuya biografía pone de manifiesto su dedicación profesional y su adhesión efectiva, no simplemente contemplativa, a los principios éticos de los que ahora han de ser guardianes. Una minoría testimonial son juristas, dos vocales, uno de ellos vicepresidente y el secretario general, que a lo largo de su vida se hayan distinguido en la defensa de la libertad de expresión. Alguno -como quien esto escribe- periodista frustrado pero poseedor de un Premio Nacional, el “África”, por siete reportajes en caliente sobre la descolonización de Guinea Ecuatorial y que en etapas difíciles elaboré en el Tribunal Supremo una jurisprudencia que recortaba drásticamente el ominoso art 2o de la entonces vigente Ley de Prensa, sentencias dictadas entre 1972 y 1975 que están recogidas en las colecciones al uso. Por ellas la Asociación de la Prensa de Madrid me otorgó en 2010 el premio “Miguel Moya”. Disculpen que, en el último tramo de mi larga vida, me vanaglorie de ello.
La Comisión es por tanto un órgano arbitral, carácter que su propia denominación ha querido poner de relieve, no sustitutivo de los órganos jurisdiccionales. Aplica normas deontológicas no jurídicas, aun cuando éstas hayan de ser manejadas muchas veces por su contenido ético. Sobre todo la Constitución, cuyo art. 20 es su legitimación y cobertura. Como dijo hace un siglo ese gran estadista, presidente de los Estados Unidos, que fue Woodrow Wilson, “la democracia no es tanto una forma de gobierno como un conjunto de principios”. En fin, sus resoluciones, siempre motivadas, tienen carácter declarativo y nunca sancionador. En el peor de los casos son simplemente un reproche, un “tirón de orejas” cordial y comprensivo para que las malas prácticas detectadas ocasionalmente no se repitan. Todo ello, insisto, desde la más profunda fe en la libertad de expresión y en su virtud purifícadora de la sociedad.
Rafael de Mendizábal Allende